
El reto de jugar al escondite te ponía nervioso, como cuando una ola te arrastraba sin tu permiso mar adentro creando un pulso entre lo permitido y lo prohibido. De la misma manera, con los nervios de acero, el estómago encogido y el ingenio a flor de piel, te ocultabas tras uno de los setos de tu barrio, aquel tan grande que ya no existe, y procurabas no hacer ruido mientras te buscaban por todos los rincones. Era divertido ver sin ser visto, escuchar sin ser oído, no estar pero estar, sentirte a salvo en definitiva. Por ello, hoy quiero dar las gracias a quienes siguen jugando al escondite conmigo detras de sus rincones favoritos, aunque no estén a la vista. Uno, dos, tres... ¿Jugamos? -yo también me sé esconder-